No puedo entender el frío. No lo acepto aunque
todo el mundo diga que en un momento dado llega el invierno. Y que cuando llega
te quedas a vivir en él. Aceptando su nieve, su quietud, su estado de
conservación que parece eterno.
Parece que todos hemos vivido en verano, o que
al menos lo hemos conocido. Que todos somos capaces de describir hasta el
último de sus detalles porque nos seduce, nos atrapa, nos conmueve. Pero que de
alguna forma es como mirar un fuego: tus ojos se abren más de la cuenta, los
músculos de tu cara se relajan por la ternura de la temperatura, te sientes abrazado de una extraña forma por
sus llamas… y a pesar de todo aceptas que se apagará y te irás de su calor.
Todos expertos en saber de su existencia. Todos
expertos en saber que tiene muerte.
Admiramos sin descanso ese verano del alma. Se
nos llenan los bolsillos de poesías que nunca llegan al papel, pero si aparecen
en nuestro aliento y en el brillo de nuestros ojos. Y entonces cantamos. Cantamos
al son de las melodías que nos inspira: el son de la risa sin motivo aparente,
el ritmo de la necesidad de tocar su piel sin descanso, el compás que nace del
pecho por un nervio incontrolable…
Y entonces cambia la estación y nos inunda una
mezcla de añoranza y dudas. Esa música también cambia y la canción se vuelve triste
mandolina italiana, que a veces va bajando su volumen tan poco a poco que somos
nosotros la que dejamos que se calle. Llega un invierno que consideramos que es
definitivo porque juramos que toda historia de pasión, fuego, verano, calor,
cambios, baladas y frío, tiene un punto final en este último. Que no es muerte
pero casi: es nieve, es quietud, un estado de vegetación que se antoja eterno y
nos convence.
No lo acepto. No acepto inviernos eternos. No
me los creo. No pienso vivir en esa idea a pesar de que todos la hagan propia.
Me niego. No reniego de mi fe hacia el verano y que siempre puede volver.
Porque es donde está todo lo que me hace sentir vivo, y todo lo que quiero.
Si algo se hace eterno, que sea un agosto. Que
tiene tormentas, y los mejores festivales. Que le acompañan su julio y su
septiembre, y que incluso cuando se aleja te hace feliz porque en menos tiempo
del esperado ya sientes que queda un poco menos para volverlo a disfrutar.