martes, 7 de marzo de 2017

Pasión, calor y verano.

No puedo entender el frío. No lo acepto aunque todo el mundo diga que en un momento dado llega el invierno. Y que cuando llega te quedas a vivir en él. Aceptando su nieve, su quietud, su estado de conservación que parece eterno.

Parece que todos hemos vivido en verano, o que al menos lo hemos conocido. Que todos somos capaces de describir hasta el último de sus detalles porque nos seduce, nos atrapa, nos conmueve. Pero que de alguna forma es como mirar un fuego: tus ojos se abren más de la cuenta, los músculos de tu cara se relajan por la ternura de la temperatura,  te sientes abrazado de una extraña forma por sus llamas… y a pesar de todo aceptas que se apagará y te irás de su calor.

Todos expertos en saber de su existencia. Todos expertos en saber que tiene muerte.

Admiramos sin descanso ese verano del alma. Se nos llenan los bolsillos de poesías que nunca llegan al papel, pero si aparecen en nuestro aliento y en el brillo de nuestros ojos. Y entonces cantamos. Cantamos al son de las melodías que nos inspira: el son de la risa sin motivo aparente, el ritmo de la necesidad de tocar su piel sin descanso, el compás que nace del pecho por un nervio incontrolable…

Y entonces cambia la estación y nos inunda una mezcla de añoranza y dudas. Esa música también cambia y la canción se vuelve triste mandolina italiana, que a veces va bajando su volumen tan poco a poco que somos nosotros la que dejamos que se calle. Llega un invierno que consideramos que es definitivo porque juramos que toda historia de pasión, fuego, verano, calor, cambios, baladas y frío, tiene un punto final en este último. Que no es muerte pero casi: es nieve, es quietud, un estado de vegetación que se antoja eterno y nos convence.

No lo acepto. No acepto inviernos eternos. No me los creo. No pienso vivir en esa idea a pesar de que todos la hagan propia. Me niego. No reniego de mi fe hacia el verano y que siempre puede volver. Porque es donde está todo lo que me hace sentir vivo, y todo lo que quiero.


Si algo se hace eterno, que sea un agosto. Que tiene tormentas, y los mejores festivales. Que le acompañan su julio y su septiembre, y que incluso cuando se aleja te hace feliz porque en menos tiempo del esperado ya sientes que queda un poco menos para volverlo a disfrutar.