Pasa la fiesta, pasa el baile, pasa la mirada borrosa. Pasan
los hielos y el trago, amargo y dulce a la vez. Pasa la resaca. Pasa y llega la
mañana. Y estás en la playa. En la arena que quema. En los pies que la sienten
y corren a la blanca espuma que el pacífico agita en los primeros días de
noviembre.
Cierras los ojos y miras arriba, y sientes más el calor del
sol. Te concentras en el sol. Sonríes. Te tumbas. Respiras. El mar y la brisa.
Y una cerveza. Y un libro. Bajan tus pulsaciones y pesan tus ojos, y sin darte
cuenta te has dormido 20 minutos.
Ensalada y baño. Paseo y baño. Pesca y baño. Baño y toalla.
Y hamaca. El sol se vuelve color dorado y fuego. La brisa cae. También la
temperatura. Y como cada día nacen las estrellas, que una vez más abren tu boca
con sorpresa, con admiración. Te atrapan unos segundos eternos.
Arena fresca entre los dedos. Chanclas en la mano. Charla y
risas entre varios. Sonríes porque sí.
Recoges y guardas esa piedra de la mañana. Recoges y al
coche. Sonríes otra vez. Otros se quejan. Tu no. Tú ya sacas la cabeza por la
ventanilla. Viento fresco en la cara. Vuelves a casa. Vuelves feliz. Vuelves a
empezar.
Que bien. Estás relajado.
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